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Sangre extraña

Mijaíl SHOLOJOV

Al inicio

 

-        ¡Hoy me levantaré, padre!

Aunque todos los combatientes que habían traspuesto el umbral de la casa de Gavrila solían llamarle padre al considerar su cabello pulcramente blanqueado por las canas, Gavrila percibió esta vez un matiz cálido en el tono de la voz. Ya fuera figuración suya, ya que Petró pusiera efectivamente cariño filial en aquella palabra, Gavrila se puso todo rojo, empezó a toser y, disimulando la confusa alegría, murmuró:

-        ¡Ya es la hora, Petró! Llevas más de dos meses en cama...

Salió Petró al portal moviendo las piernas como si fueran zancos, y estuvo a punto de ahogarse de la cantidad de aire que el viento le metió en los pulmones. Gavrila le sostenía por detrás y la vieja se aspaventaba junto a la puerta enjugándose las lágrimas.

Al pasar delante del cobertizo con el tejado torcido preguntó el nuevo Petró:

-        ¿Llevaste entonces el grano?

-        Sí... – rezongó Gavrila.

-        Hiciste bien, padre.

Y otra vez llevó la palabra “padre” calor al pecho de Gavrila. Cada día caminaba lentamente Petró por el patio cojeando y apoyándose en una muleta. Y, desde donde estuviera- desde la era o desde debajo del cobertizo -, Gavrila acompañaba al nuevo hijo con mirada inquieta y anhelante, a que no fuera a tropezar y a caerse.

Hablaban poco, dos días después de la primera salida de Petró al patio, Gavrila preguntó cuandi se disponía a acostarse en el relleno de la estufa:

-        ¿Tú, de dónde eres, hijo?

-        Del Ural.

-        ¿Campesino?

-        No. Soy obrero.

-        ¿Qué quieres decir? ¿Tienes un oficio como el de zapatero o tonelero?

-        No, padre. Yo trabajaba en una fábrica. En una fundición. Desde pequeño.

-        ¿Y cómo fue eso de ponerte a requisar el grano a la gente?

-        Me mandaron del ejército.

-        ¿Tenías allí algún grado, como los comisarios esos?

-        Sí.

Costaba trabajo hacer la pregunta, pero ella sola se formaba:

-        ¿Esto significa que eres del partido ese?...

-        Sí. Soy comunista- contesto Petró con franca sonrisa.

Y, quizás por aquella sonrisa sincera, no le pareció ya terrible a Gavrila la palabra extraña. Aprovechando el momento, la vieja inquirió con viveza:

-        ¿Y tienes familia, hijito?

-        Ni un alma... Estoy solo como la luna en el cielo.

-        ¿Se murieron tus padres?

-        Yo era todavía un crío, tendría unos siete años..., cuando mataron a mi padre estando borracho. En cuanto a mi madre, no sé por dónde anda...

-        ¡Vaya, hija de perra! ¿Y te dejó abandonado, pobre de ti?

-        Se marchó con un aparejador. Y yo me crié en la fábrica.

Gavrila se sentó en relleno con las piernas colgando y, después de un largo silencio, habló clara y lentamente:

-        Entonces, hijo, ya que no tienes a nadie, quédate con nosotros... Teníamos un hijo, y por eso te llamamos Petró a ti... Pero, le hemos perdido. En la guerra. Ahora nos hemos quedado solos la vieja y yo... En estos meses hemos padecido tanto por ti que seguramente por eso nos hemos encariñado contigo. Aunque es sangre ajena la tuya, no eres cosaco, sufrimos por ti como si fueras hijo nuestro... ¡Quédate! Sacaremos el sustento de esta tierra nuestra del Don que es fértil y generosa... Te acabaremos de curar, te casaremos... Yo he vivido ya lo mío. Hazte ahora tú cargo de la hacienda. Por mí, solo te pido que respetes nuestra vejez y no nos niegues el pan cuando no podamos valernos... No abandones a estos viejos, Petró...

Detrás del horno se oía el canto chirriante y monótono de un grillo.

Las contraventanas gemían, batidas por el viento.

- Mi vieja y yo hemos empezado incluso a buscarte novia... – Gavrila guiñó un ojo con fingida alegría, pero una sonrisa lamentable torció los labios trémulos.

Petró tenía los ojos clavados a sus pies en el suelo desigual y con la mano izquierda pegaba unos golpes secos en el banco. Resultaba un ruido inquietante y espaciado: tuc-tic-tac, tuc-tic-tac... tuc-tic-tac...

Se conoce que estaba pensando la respuesta. Cuando tomó una decisión, dejó de golpear y sacudió la cabeza:

-        Yo me quedaría encantado, padre, pero ya ves que no puedo ser de mucho provecho en el trabajo... Este maldito brazo, que es el que da de comer, no acaba de curarse. De todas maneras, trabajaré lo que me permitan las fuerzas. Pasaré aquí el verano, y luego veremos.

-        Y luego puede que te quedes del todo- concluyó Gavrila.

Bajo el pie de la vieja, la rueca se puso a zumbar y bordonear con alegría enrollando la lana fibrosa en el huso.

No sé si arrullaba con su runrún rítmico o si prometía una vida dichosa.

 

---

 

            A la primavera siguieron días abrasados por el sol, greñudos y canosos del compacto polvo de la estepa. Hacía buen tiempo. El Don, turbulento como de joven, se encrespaba en olas melenudas. La riada llegaba a las casas extremas de la stanitsa. Las márgenes verdigrises saturaban el viento con el olor meloso de los álamos en flor, y, en un prado, se matizaba del color rosado de la aurora un lago cubierto de pétalos de manzano silvestre. Por las noches surcaban el cielo fulguraciones de blancura virginal, y las noches eran breves como sus remalazos de luz. Los bueyes no tenían tiempo de descansar de la larga jornada. En los prados pastaba el ganado, despelechado y con el costillar marcado bajo la piel.

            Gavrila y Petró se pasaron una semana en la estepa: araban, rastrillaban, sembraban, dormían debajo del carro, tapados con la misma pelliza, pero nunca hablaba Gavrila de que el nuevo hijo le había vinculado con sólido lazo invisible. Rubio, alegre, trabajador, había relegado la imagen del difunto Petró. Gavrila iba recordándole con menos frecuencia. El trabajo no dejaba lugar para los recuerdos.

            Los días transcurrían con paso furtivo e inadvertido. Llegó el momento de segar.

            Un día se puso Petró a reparar la segadora. Con destreza que sorprendió a Gavrila, montó las cuchillas en la forja e hizo un bastidor nuevo en lugar del que se había roto. Anduvo con la segadora a vueltas desde por la mañana y, al crepúsculo, se marchó al Comité: le habían convocado a una reunión. La vieja, que había ido por agua, trajo entonces del correo una carta. El sobre estaba manoseado y arrugado. Venía dirigido a Gavrila, con una nota: “Para entregar al camarada Nikolay Kosij.”.

            Angustiado por una confusa inquietud, Gavrila estuvo mucho rato dándole vueltas al sobre de letras borrosas trazadas a grandes rasgos con lápiz tinta.

            Lo levantaba y lo miraba al trasluz, pero el sobre guardaba celosamente el secreto ajeno, y Gavrila notaba, sin querer, creciente rabia contra aquella carta que alteraba la calma habitual.

            Tuvo un momento la idea de romperla; pero, después de pensarlo un poco, decidió entregársela a Petró. En el portón mismo le acogió con la noticia:

-        Ha llegado una carta de no sé dónde para ti, hijo.

-        ¿Para mí? – se sorprendió Petró.

-        Sí. Anda a leerla.

Después de encender la luz de casa, Gavrila observaba con mirada atenta e inquisitiva el rostro gozoso de Petró mientras leía la carta. No puedo reprimir la pregunta:

-        ¿De dónde es?

-        Del Ural.

-        ¿Y quién te escribe? – curioseó la vieja.

-        Los compañeros de la fábrica.

Gavrila se puso sobre aviso.

-        ¿Qué te dicen?

Los ojos de Petró perdieron su brillo, oscureciéndose, y contestó de mala gana:

-        Que vuelva a la fábrica... Piensan ponerla en marcha. Desde el año diecisiete está parada.

-        ¿Cómo es eso?... ¿Y vas a marcharte? – preguntó sordamente Gavrila.

-        No sé...

 

---

 

            Petró iba quedándose demarcado y perdiendo el color. Gavrila le oía suspirar y removerse en la cama por las noches. Después de larga reflexión comprendió que Petró no se quedaría a vivir en la stanitsa, que no removería con el arado la tierra negra virgen de la estepa. La fábrica que había criado a Petró se lo robaría tarde o temprano, y volvería el negro discurrir de los días tristes y adustos. De buena gana habría desbaratado Gavrila ladrillo a ladrillo la fábrica aborrecida, la habría arrasado para que crecieran en ella las ortigas y se multiplicaran las malas hierbas.

            Al tercer día, en la siega, habiendo coincidido con Gavrila en el campamento para beber agua, habló Petró:

-        ¡No puedo quedarme, padre! Me iré a la fábrica... Me tira, no me deja sosiego...

-        ¿Tal mal vives aquí?

-        No es eso... Nuestra fábrica, cuando llegó Kolchak con sus tropas, la defendimos semana y media. A nueve de los nuestros, los ahorcaron los de Kolchak en cuanto ocuparon el poblado. Y, ahora, los obreros que han vuelto del ejército están poniéndola otra vez en pie... Pasan un hambre feroz ellos y sus familias, pero trabajan... ¿Cómo puedo vivir yo aquí? ¿Y la conciencia?

-        ¿Y de qué vas a servirles allí? No tienes válido el brazo.

-        ¡Qué cosas tan raras dices, padre! Allí tienen valor todos los brazos.

-        No te retengo. ¡Márchate!... – dijo Gavrila fingiendo ánimos que no tenía -. Pero a la vieja, engáñala... Dile que volverás... Que estarás allí una temporada y vendrás luego... Si no, del pesar y pena no levantará cabeza... Tú eras lo único que nos quedaba...

Y asiéndose a la última esperanza, murmuró con respiración entrecortada y ronca:

-        Puede que vuelvas de verdad. ¿Eh? ¿No vas a tener compasión de nuestra vejez, di?

 

---

 

            El carro rechinaba, los bueyes caminaban con paso desigual, el suelo calcáreo y blando se desmenuzaba susurrante bajo las ruedas. El camino, que se deslizaba sinuoso a lo largo del Don, torcía a la izquierda junto a una ermita. Desde el recodo se veía la iglesia de la stanitsa donde estaba la estación y el caprichoso encaje verde de sus huertos.

            Gavrila había ido todo el camino hablando sin cesar. Trataba de sonreír.

-        En el sitio, hace tres años que se ahogaron unas muchachas en el Don. Por eso se levantó esta ermita -. Señaló con el mango del látigo la triste cúpula de la ermita -. Aquí nos despediremos. El carro no puede seguir porque más adelante ha habido un desprendimiento. De aquí a la estación hay poco más de un kilómetro. Tú lo andarás poco a poco.

Petró retocó el hatillo de la comida que llevaba colgado de una correa y se saltó del carro. Sofocando un sollozo, Gavrila tiró el látigo al suelo y adelantó las manos trémulas.

-        ¡Adiós, hijo querido! Sin ti, el sol dejará de alumbrar para nosotros... – Y, con el rostro contraído por el dolor y humedad de las lágrimas, levantó de pronto la voz hasta gritar -: ¿No se te han olvidado los bollos, hijo?... Los ha cocido la madre... ¿No se te han olvidado?... Bueno, pues adiós... ¡Adiós, hijito!...

Cojeando, Petró echó a andar, casi a correr, por el estrecho borde del camino.

-        ¡Que vuelvas!... – gritaba Gavrila aferrado al carro.

“¡No volverá!...”, sollozaban en su pecho unas palabras que no salían con las lágrimas.

            Por última vez divisó en la revuelta la amada cabeza rubia, por última vez agitó Petró la gorra, y el viento juguetón levantó y arremolinó el polvo gris blanquecino en el sitio donde había posado el pie.

 

1926.

 

Al inicio

 

Traducido por Isabel Vicente
con correcciones de Ruslan Gavrilov (spm111@yandex.ru)

 

spm111@yandex.ru

 

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