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Sangre extraña

Mijaíl SHOLOJOV

Al inicio

 

            No habían desayunado aún cuando Gavrila miró por la ventana y dijo, bajando la voz sin saber por qué:

-        ¡Ahí viene Prójor!

Entró el cosaco, y en verdad que tal no parecía por su vestimenta extraña. En sus pies crujían unas botas inglesas herradas y llevaba un abrigo de corte raro, que sin duda había sido de otra persona por lo mal que le sentaba.

-        Buena salud tengas, Gavrila Vasílich...

-        Si Dios quiere, muchacho... Pasa y siéntate.

Prójor se quitó el gorro, saludó a la vieja y tomó asiento en el banco, en sitio de honor.

-        ¡Vaya cómo se ha puesto el tiempo! Ha caído tanta nieve qu no se puede dar un paso...

-        Es verdad que este año ha nevado temprano... Antes, el ganado salía a pastar todavía en esa época...

Hubo un minuto de angustioso silencio. Gavrila, fingiendo indiferencia y firmeza, observó:

-        Has envejecido, muchacho, allá por tierras extrañas.

-        Como que no había razones para rejuvenecer, Gavrila Vasílich- sonrió Prójor.

La vieja arriesgó:

-        A nuestro Petró...

-        ¡Calla, mujer!...- la reprendió severamente Gavrila-. Deja que se reponga del frío... Ya tendrás tiempo... de enterarte...

Volviéndose hacia el visitante, preguntó:

-        ¿Y que tal la vida , Prójor?

-        Poco bueno puedo decir. He vuelto por fin a casa como un perro perniquebrado, y le doy gracias a Dios.

-        Vaya, vaya... De manera que no se vive muy allá donde los turcos, ¿eh?

-        El que llegaba a atar cabos podía darse por contento- Prójor tamborileó con los dedos sobre la mesa -. Pues también tú, Gavrila Vasílich, has envejecido de lo lindo. Tienes la cabeza casi blanca. ¿Cómo vivís aquí con el poder ese soviético?

-        Esperando al hijo... para que ampare los últimos días de estos viejos... – sonrió Gavrila con una mueca.

Prójor apartó apresuradamente la mirada. Gavrila se dio cuenta de esto y preguntó áspera y abiertamente:

-        ¿Dónde está Petró, di?

-        ¿No os han llegado rumores?

-        Rumores, corren muchos- atajó Gavrila.

Prójor se enrolló en los dedos los flecos sucios del tapete y tardó en hablar.

-        Allá por enero... sí, en enero fue..., estaba nuestra sótnia (una formación tradicional cosaca, compuesta por cien hombres – R.G.) cerca de Novorossíysk... Una ciudad que hay junto al mar. Conque, allí estábamos, como suele estar en estos casos...

-        ¿Le han matado? – inquirió Gavrila en un susurro, inclinándose.

Como si no hubiera oído la pregunta, Prójor calló sin levantar la vista.

-        Allí estábamos, y los rojos empujaban hacia las montañas para juntarse con los verdes, los suyos que andan por los bosques. Entonces, a vuestro Petró le mandó el atamán (comandante cosaco- R.G.) ir de patrulla... Teníamos de comandante al suboficial Sénin... Entonces ocurrió...

Junto a la estufa, se estrelló sonoramente contra el suelo un perol. Extendidas las manos hacía delante, la vieja se dirigía a la cama con la garganta desgarrada por un grito.

-        ¡Déjate de plañidos!- lanzó rabioso Gavrila y, acodado en la mesa, mirando fijamente a Prójor, profirió lenta y cansinamente -: ¡Termina de una vez!

-        ¡Le mataron a sablazos!- exhaló Prójor en un grito y, pálido, se incorporó buscando el gorro a tientas sobre el banco -. A sablazos... mataron a Petró... Se habían detenido cerca de un bosque para que respirarán los caballos, y él le aflojó la cincha al suyo. En esto salieron los rojos del bosque... – Prójor se atragantaba con las palabras y arrugaba el gorro entre las manos trémulas -. Petró se agarró al arzón para montar, pero la silla resbaló bajo la barriga del caballo... Era un caballo fogoso... No pudo retenerle, y allí se quedó... ¡Eso es todo!

-        ¿Y si yo no me lo creo?- articuló Gavrila.

Sin volver la mirada, Prójor fue presuroso hacia la puerta.

-        Allá Usted, Gavrila Vasílich... Yo, francamente... Digo la verdad... La pura verdad... Lo vi por mis ojos...

-        ¿Y si yo no me lo quiero creer? – rugía broncamente Gavrila amoratado. Los ojos se le habían llenado de sangre y de lágrimas. Después de desgarrar el cuello de la camisa avanzaba con el pecho velludo hacia Prójor sobrecogido y gemía, echada para atrás la cabeza sudorosa -: ¿Matarme al hijo único? ¿A nuestro sostén? ¿A mi Petró? ¡Mientes, hijo de perra! ¿Me oyes? ¡Mientes! ¡No te creo!...

Y por la noche, con la zamarra sobre los hombros, salió de la casa, llegó hasta la era haciendo crujir la nieve bajo las botas de fieltro y se detuvo junto a un almiar.

De la estepa soplaba el viento trayendo polvo de nieve. La oscuridad, negra y rigurosa, se acumulaba en los guindos desnudos.

-        ¡Hijo! – llamó Gavrila a media voz. Aguardó un poco y, sin moverse, sin volver la cabeza, llamó de nuevo -: ¡Petró! ¡Hijo mío!...

Luego se tendió de bruces sobre la nieve pisoteada al lado del almiar y cerró los ojos dolorosamente.

 

---

           

En el pueblo se hablaba de la contingencia alimenticia y de las tropas de los blancos que subían desde el curso inferior del Don. En el Comité local, durante las reuniones, corrían en voz baja las noticias; pero el abuelo Gavrila no había puesto nunca el pie en el destartalado portal del Comité – no tenía necesidad ni interés alguno de ir allí- y, por eso, desconocía muchas cosas. Le extrañó que un domingo, después de la misa, se presentara a su casa el presidente del Comité acompañado de tres hombres con cortas zamarras y fusiles.

            El presidente estrechó la mano de Gavrila y, en seguida y abrupto, como un mazazo:

-        Di la verdad, viejo, ¿tienes grano?

-        ¿Te has creído que nos mantenemos solamente del Espíritu Santo?

-        Déjate de pullas, y di claramente dónde está el grano.

-        En el granero. ¿dónde ha de estar?

-        Vamos allá.

-        ¿Y podría yo saber qué tenéis vosotros que ver con mi grano?

Uno alto, rubio, que parecía el jefe, dijo pegando taconazos en el suelo para combatir el frío:

-        Requisamos los excedentes de los privados para el Estado. Por el sistema de contingentación. ¿No has oído hablar de eso, viejo?

-        ¿Y si no lo doy? – inquirió Gavrila con voz bronca mientras la inquina crecía dentro de él.

-        ¿Si no lo das? – Lo llevaremos igual sin tu consentimiento, viejo porfiado.

Después de consultar a media voz con el presidente se metieron, así no más, en el granero dejando en el trigo limpio, cobrizo, pegotes de nieve que se desprendían de sus botas. El rubio dispuso, encendiendo un cigarrillo:

-        Dejáis lo justo para simiente y para el consumo, y lo demás se requisa. – Tasó con mirada entendida la cantidad de trigo y se volvió hacia Gavrila -: ¿Cuántas desiátinas piensas sembrar?

-        ¡Un cuerno voy a sembrar!... – resopló Gavrila tosiendo y con una mueca temblorosa -. ¡Llevároslo todo, canallas malditas! ¡Saquear a la gente! ¡Todo para vosotros!

-        ¿Te has vuelto loco, o qué, Gavrila? ¡Cálmate, viejo Gavrila!... – instaba el presidente agitando una manopla en dirección al abuelo.

-        ¡Así reventéis con el bien ajeno! ¡Zampároslo todo!...

El rubio se arrancó de una guía del bigote un carámbano que se deshelaba, lanzó de soslayo una mirada sabelotodo y burlona a Gavrila y dijo con tranquila sonrisa:

-        ¡No te pongas así, viejo! Con gritar no se consigue nada. ¿Por qué pegas esos chillidos? ¡Ni que te hubieran pisado el rabo!... – y, frunciendo el ceño, quebró de pronto la voz -: Deja la lengua quieta. Y si es demasiada larga, te la guardas entre los dientes antes que te la cortan. Por agitación anti- soviética... – Sin terminar la frase, pegó una palmada en la funda amarilla de su revolver que tiraba de su cinto y concluyó, ya más blando -: ¡Que lo lleves hoy mismo al punto de acopio!

No podría decirse que el viejo cosaco se amedrentara. Pero la voz segura y neta le hizo perder bríos al comprender que, en efecto, gritando no se conseguía nada. Con ademán evasivo, se dirigió hacia el portal. No había llegado a la mitad del patio cuando le sobresaltó un grito ronco y feroz:

-        ¿Dónde están los comisarios?

Gavrila volvió la cabeza... Al otro lado de la cerca giraba un jinete sobre un caballo encabritado. El presentimiento de algo extraordinario le puso un temblor bajo las rodillas. No había tenido tiempo de abrir la boca cuando el jinete, al ver a los rojos junto al granero, aplacó de golpe al caballo, y, moviendo imperceptiblemente un brazo, se quitó el fusil del hombro.

Restalló un disparo, y en silencio que le siguió por un instante y llenó el patio chascó netamente el cerrojo y la vaina salió despedida con un breve susurro.

Pasó el momento de estupor: pegado al quicio, el rubio tardó un tiempo horriblemente largo en sacar con mano temblorosa el revolver de su funda; el presidente se lanzó dando saltos de liebre hacia la era a través del patio; uno de los otros rojos, rodilla en tierra, disparó todo un cargador de su carabina contra la papaja cosaca negra y peluda que se mecía al otro lado de la cerca. Invadieron el patio los chasquidos de los disparos. Gavrila arrancó a duras penas los pies de la nieve, a la que parecían adheridos, y echó una pesada carrerilla hacia el portal. Al volver la cabeza vio que los tres de las zamarras amarillas, los del Comité, corrían por separado, dispersos, hacia la era atascándose en la nieve y que por el portón abierto de par en par irrumpían unos jinetes.

El primero, con kubánka (el gorro típico de los cosacos de Kubañ – R.G.) se encorvó pegándose al arzón de su potro alazán e hizo girar la sháshka sobre su cabeza. Ante Gavrila se agitaron como alas de cisnes los extremos de su bashlík blanco (parte del traje tradicional de los cosacos de Kubañ y de Térek, se llevaba sobre los hombros – R.G.) y le saltó a la cara nieve arrancada por los cascos del caballo.

Recostado sin fuerza contra la barandilla tallada, Gavrila vio que el potro alazán saltaba la cerca encogiendo las patas y se ponía a girar, encabritado, junto a una hacina de paja de cebada comenzada y que su jinete, inclinándose desde la silla, descargaba dos sablazos cruzados sobre uno que se arrastraba a gatas...

En la era se escuchaba ruido entrecortado y confuso, ajetreo, luego un grito prolongado y desgarrador. Al poco, sonó sordamente un disparo aislado. Las palomas, que después de revolotear asustadas por el tiroteo habían vuelto a posarse sobre el tejado del cobertizo, se remontaron hacia el cielo como una perdigonada de color violeta. Los cosacos echaron pie a tierra en la era.

Por el pueblo flotaban persistentes voces de bronce. Pásha el bobo había trepado al campanario y, su escaso cacumen, soltaba todas las campanas a vuelo en alegre repique pascual.

Se acercó a Gavrila el de la kubánka y el bashlík blanco sobre los hombros. Su rostro arrebatado y sudoroso tenía un tic nervioso, y las comisuras de los labios le colgaban húmedas de saliva.

-¿Tienes avena, abuelo?

            Gavrila se apartó trabajosamente del portal. Abrumado por lo que acababa de ver, no odía mover la lengua paralizada.

- ¿Te has quedado sordo ó qué? Te pregunto que si tienes avena. Trae acá un saco.

No habían conducido aún a los caballos hasta el dornajo de grano cuando irrumpió otro jinete por el portón:

-        ¡A caballo!... Baja infantería roja del monte...

Maldiciendo, el de la kubánka embridó al potro cubierto de sudor humeante y estuvo frotando con nieve el puño de la manga derecha, embadurnado de escarlata.

Del patio salieron cinco jinetes, y Gavrila reconoció, amarrada por unas correas a la silla del último, la zamarra amarilla del rubio con chafarrinones de sangre.

 

---

 

Hasta por la tarde tronaron disparos en el barranco de los endrinos, detrás del altozano. En la stanitsa, el silencio estaba encogido como un perro apaleado. Azuleaba el crepúsculo cuando Gavrila se decidió a ir a la era. Entró por el postigo abierto de par en par y vio que en el seto colgaba, caída la cabeza, el presidente del Comité tal y como le había alcanzado la bala. Los brazos pendientes parecían querer recoger el gorro tirado al otro lado del seto.

Junto a una hacina, en la nieve salpicada de broza y tamo, yacían alineados los tres de la requisa sin más ropa que la interior. Contemplándolos, Gavrila no experimentó ya en el corazón estremecido de horror la inquina que anidaba en él desde por la mañana. Le parecía un disparate, una pesadilla, que en la era donde andaban las cabras de los vecinos hurtando paja yacieran ahora hombres muertos. De ellos y de los charcos de sangre, helada en burbujas después de haber derretido la nieve, se exhalaba ya un leve olor a cadáver.

El rubio yacía con la cabeza torcida de extraña manera y, de no haber sido por lo hundida que latenía en la nieve, se habría podido pensar que descansaba acostado por la forma tan natural en que tenía cruzadas las piernas una encima de la otra. El segundo, mellado y con bigote negro, estaba encorvado, con la cabeza metida entre los hombros y una mueca intolerante y rabiosa. El tercero, sepultada la cabeza en la paja, daba la impresión de nadar inmóvil sobre la nieve, de tanta fuerza y tanta tensión como había en el despliegue de sus brazos inmovilizado por la muerte.

Gavrila se inclinó sobre el rubio, observando el rostro renegrido, y se estremeció de compasión: yacía ante él un muchacho de unos diecinueve años y no el comisario de contingencia alimenticia, severo y de mirada punzante. Bajo el bozo amarillo, la escarcha recalcaba junto a los labios un pliegue doloroso. Solo la frente estaba cruzada por una arruga oscura, profunda y severa.

Sin objeto, Gavrila posó la mano sobre el pecho descubierto, y se tambaleó de la sorpresa: a través del frío que estremecía, la palma había percibido un atisbo de color...

La vieja ahogó un grito y retrocedió santiguándose hacia la estufa cuando Gavrila trajo sobre sus espaldas, carraspeando y gimiendo, el cuerpo anquilosado, renegrido de la sangre.

Gavrila lo tendió encima del banco, le lavo con agua fría y estuvo friccionándole las piernas, los brazos y el pecho con un áspero calcetín de lana hasta quedar rendido y sudoroso. Luego aplicó el oído al pecho aterido y captó a duras penas los latidos sordos y muy espaciados del corazón.

 

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Llevaba más de tres días tendido en la sala, lívido, semejante aun difunto. Una cicatriz, roja de la sangre coagulada, le cruzaba la frente y una mejilla. Bajo las vendas prietas, el pecho levantaba la manta al aspirar el aire con ronco estertor.

Gavrila le metía todos los días en la boca su índice agrietado y calloso, separaba con cuidado los dientes encajados valiéndose de la punta de una daga, y la vieja le vertía por un junco leche tibia y caldo de huesos de cordero.

Al cuarto día, asomó desde por la mañana arrebol a las mejillas del rubio. Al mediodía, su rostro ardía como una mata de escaramujo después de una helada; estremeció su cuerpo un fuerte temblor y bajo la camisa brotó un sudor frío y viscoso.

Desde entonces comenzó a delirar a media voz, intentando levantarse de la cama. Día y noche le velaban Gavrila y la vieja por turno.

En las largas noches invernales, cuando el viento soplaba desde el Don, removía el cielo renegrido y desparramaba las nubes frías a ras de la stanitsa, Gavrila permanecía junto al herido caída la cabeza en las manos, escuchándole delirar y referir algo con incoherencia y deje extraño en el que acentuaba la “o”; contemplaba largamente el triángulo tostado del sol en su pecho y los párpados azules de los ojos cerrados que subrayaban grises semicírculos. Y cuando de los labios exangües fluían largos gemidos, una orden ronca o juramento soeces y la ira y el dolor desfiguraban el rostro, las lágrimas se agolpaban en el pecho de Gavrila. En esos momentos le embargaba una importuna compasión.

Veía Gavrila que cada día, cada noche de insomnio, palidecía y se consumía junto a la cama la vieja. Advertía también lágrimas en sus mejillas surcadas de arrugas, y comprendió, o mejor dicho intuyó con el corazón, que el amor a Petró, al hijo muerto, no mitigado por las lágrimas, se había volcado con todo su ardor sobre aquel hijo extraño, postrado, al que la muerte había besado ya...

Una vez se acercó a casa de Gavrila el comandante de un regimiento del Ejército Rojo que pasaba por la stanitsa. Dejó el caballo junto al portón con el ordenanza y subió él solo al portal, muy aprisa, haciendo sonar la sháshka y las espuelas. En la sala se quitó el gorro y permaneció un buen rato callado, junto a la cama. Por el rostro del herido vagaban sombras pálidas y de sus labios que abrasaba la fiebre fluía saliva sanguinolenta. El oficial inclinó la cabeza prematuramente encanecida y, ensombrecido, mirando a un punto aparte de los ojos de Gavrila, dijo:

-        Cuida de este camarada, viejo.

-        Le cuidaremos- afirmó Gavrila.

Corrían los días y las semanas. Pasaron las Navidades. Al día decimosexto abrió el rubio por primera vez los ojos, y Gavrila oyó una voz tenue y áspera.

-        ¿Eres tú, viejo?

-        Sí, soy yo.

-        ¿Me han dado duro, eh?

-        Dios nos libre de algo igual...

En la mirada, transparente y vaga, capto Gavrila una ironía benigna.

-        ¿Y los muchachos?

-        A esos... los enterraron en la plaza.

Callado, movió los dedos sobre el edredón y se puso a mirar las tablas sin pintar del techo.

-        ¿Cómo te llamas?- preguntó Gavrila.

-        Nikolay.

-        Pues nosotros te llamaremos Petró... Como el hijo que teníamos... Petró... – explicó Gavrila.

Después de pensar un poco quiso preguntar algo más, pero percibió una respiración acompasada y, haciendo equilibrios con los brazos, se apartó de puntillas de la cama.

La vida volvía a él lentamente, como a desgana. Al mes levantaba con dificultad la cabeza de la almohada y se le habían hecho llagas en la espalda.

Cada día notaba Gavrila con espanto que le tomaba cariño al nuevo Petró mientras la imagen del primero, del suyo, se difuminaba y se volvía opaca como el reflejo del sol poniente en una ventanilla de mica. Se esforzaba por reavivar la angustia y el dolor de antes, pero lo anterior se alejaba más y más, y Gavrila se sentía avergonzado y violento por ello... Salía al corral, donde se pasaba horas trajinando, pero al recordar que la vieja estaba junto a la cama de Petró experimentaba un sentimiento de celos. Volvía a la casa, daba vueltas sin decir nada junto a la cabecera, retocaba con dedos rebeldes la funda de la almohada y, al advertir la mirada enfadada de la vieja, sentábase sumisamente en el banco y se quedaba quieto.

La vieja hacía tomar a Petró grasa de marmota y también infusiones de hierbas medicinales recogidas cuando florecen en mayo. Ya fuera por eso, ya porque la juventud podía más que los males, el caso es que las heridas se cicatrizaban, la sangre teñía las mejillas redondeadas, y solo el brazo derecho, con el hueso partido cerca del hombro, no acababa de curarse: se conoce que no recobraría su validez.

Sin embargo, a la segunda semana después de la Cuaresma pudo sentarse Petró por primera vez en la cama sin ayuda de nadie y, asombrado de su propia fuerza, estuvo mucho rato sonriendo incrédulo.

Por la noche, en la cocina, tosiendo en el rellano de la estufa, Gavrila preguntó en voz baja:

-        ¿Estás dormida?

-        ¿Qué quieres?

-        Parece que el chico se repone... Saca mañana del baúl los pantalones de Petró... Prepárale toda la ropa... Porque él no tiene nada que ponerse.

-        ¡Ya lo sé, hombre! Esta tarde la he sacado toda.

-        ¡Mírala que lista!... ¿Y has sacado el abrigo de pelliza?

-        Claro, hombre. No va a salir el muchacho a cuerpo.

Gavrila rebulló acomodándose y se iba a quedar ya traspuesto cuando algo que le acudió a la mente le hizo levantar la cabeza triunfante:

-        ¿Y la papája? ¿A que te has olvidado de la papája, vieja pánfila?

-        ¡Déjame ya! Cuarenta veces habrás pasado por delante sin verla. En el clavo está colgada desde ayer...

Gavrila carraspeó contrariado y calló.

            La inquieta primavera agitaba ya el Don. El hielo se había renegrido, como roído por los gusanos, y se henchía, esponjándose. El monte estaba calvo. La nieve se había replegado de la estepa a los barrancos y las quebradas. La región del Don se deleitaba bajo el alud de sol que la inundaba. El viento traía a grandes bocanadas de la estepa los olores del amargor renaciente del ajenjo.

            Corrían los últimos días de marzo.

 

---

 

Final

 

 

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